La Loba... (8/90)

La loba decidió, por amor a su amo, domar su naturaleza salvaje y quedarse junto a él, total se notaba que era un buen humano, dulce y preocupado. Su amo, conciente del valor de la loba, la cuidaba con esmero y cariño. Hasta le mandó a hacer una preciosa jaula de oro puro, que le permitiera pasearse por gran parte del jardín. Sin embargo, a pesar de todas las comodidades que ella tenía, siempre se ponía melancólica en las noches de luna llena. Sentía que el bosque, las olas del mar y la misma noche desataban su naturaleza libre y salvaje. Ella amaba a su amo y le era leal. Lo cuidaba cuando estaba enfermo y se sentaba largas horas a escucharlo hablar en ese idioma tan extraño que aúllan los humanos, langüeteando con mucho cuidado las gotas de aquel líquido salado que le brotaban a él por los ojos. El hombre muchas veces le dijo – mientras le acariciaba amorosamente el lomo - que ella era su única compañía y que no sabría que hacer si ya no estuviera más. Recordar aquello la detuvo muchas veces cuando quería salir corriendo, hipnotizada por el embrujo de las noches de luna llena. Sin embargo, un día despertó más inquieta que nunca. Le costaba respirar y le pesaban las patas al saltar. Le faltaba tersura a su pelaje y ya no le brillaban los ojos. Y cuando su amo se acercó para darle de comer, no midió sus fuerzas y le hirió profundamente el pecho con sus afiladas garras de loba, sin querer. Se sintió tan triste que quiso deshacerse de ellas raspando el duro suelo hasta sacar sangre de sus patas… pero todo era inútil. Las garras volvían a crecer porfiadamente y cada vez más afiladas… Ella respiró aliviada cuando vio a su amo levantarse bastante más repuesto.
Luego de varios días en que ella veía formarse la luna pausadamente sobre el manto oscuro arriba de su cabeza, ya no pudo más y huyó hacia la costa. Corrió y corrió y corrió, con felicidad y desesperación, como quien huye de la muerte segura a manos de algún cazador, hasta que llegó jadeante a la orilla de la playa. Allí, casi exhausta, comenzó un canto suave al principio, al compás de las olas del mar y mientras más intensa se hacia la marejada, más fuerte era su canto, hasta que alcanzó el éxtasis total y una profunda paz la invadió y supo que estaba en perfecta armonía con su entorno. Entonces y sólo entonces, lanzó un aullido feroz y profundo, como nunca antes su garganta había dejado escapar, aullido que hizo temblar la arena bajo sus patas… y entonces lo vio claramente. En ese instante, de solo un segundo, se dio cuenta que no podría volver atrás. Su naturaleza salvaje era superior. Su amor a la libertad venció la comodidad del cautiverio. Decidió subir a la colina más alta desde donde pudo observar la casa del que fuera su hogar, donde habitaba su amado amo y dirigió una última mirada al entorno. Ahora, el bosque y el mar y muchas noches de luna la esperaban. Giró sobre sus patas traseras y se alejó sin dejar huellas, salvo la pena en el corazón de su amo y el amor en lo profundo de su alma, si es que las lobas salvajes poseen una.